Entradas

Aquel invierno los telediarios no hablaron de la nieve.

Llegó el invierno. Las luces eran tenues de invierno. De invierno. Como todos los años. Pero el olor de la leña del horno de la panadería no se recortaba en la mañana nítido como lo hace todos lo años. Aquél invierno los telediarios no hablaron de la nieve. Ni de la niebla hablaron las montañas, ni la sierra del frío. Había un silencio extraño, perturbador. Los olores bajos, que se quedan pegados al suelo, nítidos y contorneados, eran muescas. Sus contornos eran dentados, como las almenas de un castillo rasgando el cielo. Aquel invierno los telediarios no hablaron de la nieve. O tal vez fui yo, que no pude escucharlos. No porque no lo dijeran, no porque no lo escuchara, sino porque en el vacío no se transmite el sonido. Y en mi alma no había espacio, ni aire, ni viento, ni los olores malvas y azules que pinta el humo del horno de leña de la panadería. Era presa del vacío, y del invierno y de la nada. Las almenas rascaban las brumas desde el suelo. Yo era el castillo derrumbado. Aquel i
Siguió la calle alante con dos cascos debajo del brazo. Que poco importan las cosas cuando te haces grande y en la distancia todo se ve tan pequeño.  Animaba su sonrisa nuestra conversación. Siguió la calle adelante y nunca, jamás, pudo imaginarse que yo subí corriendo a casa para escribir sobre él, sobre cómo seguía la calle alante. Él era libre y estaba amando. Radiante expresión de la vida. ¿Qué más importa? y aunque yo no era su amada, ni tampoco yo lo amaba a él, me sorprendió el brillo, la distancia rota por el cariño y una sensación extraña de compresión que nos esntregó ese momento y estas letras. El siguió la calle alante con dos cascos. No era mi amado, pero los edificios se iluminan radiantes al ver nuestras sonrisas, extrañadas al ver a un amigo marchar, con dos cascos en busca de su amada, a la que yo también amé en su felicidad. Nos hacíamos grandes... mientras en la distancia todo comenzaba a hacerse pequeño
Rápido el olvido y la destreza del tiempo han desmontado los argumentos que me hicieron lanzarme a tus brazos, pero aun me siento con ganas de besarte, y destrozar tus labios de pasión y vértigo, sin tan si quiera alcanzar a rozarlos
Andábamos preocupados por la velocidad. No entendíamos el tiempo. Así todo se distorsionaba desaturando los contornos del ritmo. Un cuadro sonoro alentó el futuro: tenía que hacerse de día. Julio, 31. Garbayuela, 17
Vale más una tarde que quince inviernos
Había luz, hacía sombra. El sol pintaba los contornos de los tejados en el suelo. Con finas rayas invisibles la calle estaba seccionada. Había luz, hacía sombra. Todo estaba callado.  La paz cruzaba las calles del pueblo. Había luz. Mucha luz, esa luz del verano. Era imposible tener miedo. A pesar de ello, aquella tarde parecía aterradora. Había luz. Mucha luz.  Toda la suya y la nuestra. Y la de un sol de verano que acentuaba la sombra de su ausencia

El sueño de la sala del ruido.

La sala del ruido no tiene paredes. Ni una, ni dos, ni cuatro. Ni tan poco un techo, pero es una sala. No tiene límites, no está fronteada... sin embargo termina en una suerte de borde mágico que unas veces tiene lugar y otras no. Es una nebulosa silente, donde flota un polvo extraño, que antes de ser sacudido por el aire, fue materia sonora. Alguno de sus cachos, incluso, fueron partes de palabras. Nuca puedes saber si alguien abrirá la puerta, si hay puerta o si tiene pomo. Si estás en ella porque otro te mantiene, o eres tú quién la inventa.  La sala del ruido es un lugar donde la indiferencia se festeja, porque allí es una amiga amable. Es una reminiscencia de un sueño, una idea perturbadora sobre la que me cuesta extraordinariamente escribir, por más que lo deseo. No consigo arrancarle palabras, porque en la sala del ruido, solo hay eso, ruido. Pero un ruido que no se escucha, que no puede ser oído, y eso la hace efectiva. Es un poco como la vida, pero inventada por otro. La sala
Las soberbias acepciones de tus labios. Mayores tu besos que mis ganas de quemarte adorando la roja piel que bordea mi sonrisa
Tal vez tenga el silencio, más palabras para nosotras, que todas las que podamos decirnos. Pero tú y yo, luces inquietas, aunque distantes y calladas, estaremos siempre juntas en el ruido. Allí hemos de rozarnos, una y otra vez. En ese silencio que nos tiene. En la pausa de una oración que ama su resonar, en el tronar de unas letras que se borraron de tanto escribirse. Volveremos a vernos en el parpadeo, en la intimidad de los que se entienden, pero nunca lo confiesan, en la oscuridad ciega que apaga la bombilla de un proyector entre imagen e imagen. Entre sueño y susurros    En lo infinito, en lo imposible: como el amor de verdad.
(...) Entonces la noche, que con ella duerme y con él se desvela
El eco es más consciente que el sonido

A un beso

Ese rosa que queda rascadito en un sueño: que nos pensó iguales en algún punto en el que jamás podríamos llegar a ponernos de acuerdo. Y decidimos compensarnos en el infinito. Cada uno, a cada uno. Con una idea muy estrecha, que nos aproximó mucho. Tontamente.

SECUENCIA 18

(...)MERCHE se acerca a la cama. Entra con sigilo. Fernando, entre sueños, nota su olor y su silencio, y aun con los ojos cerrados, se vuelve hacia ella. La línea suave, de su piel suave, con la luz suave de la ventana, insinúa sus caderas, desnudas en las sábana de hilos de algodón y lino, que sofocan las noches más duras del intenso verano. Y su mano, la de Fernando, el desvelado, se aventura con sigilo para cerciorar la suavidad nivea de sus caderas: las de ella, la que vuelve tarde a casa y le da la espalda intentando dormir. Merche viene del ruido y necesita silencio. Fernando, morando las palabras mudas de Merche, busca arrancarle algún suspiro arrastrando los labios por su nuca. Él necesita el ruido del que ella trata de escapar. Y la besa. Ella se estremece. (...)

Tejidos

(...) Aun así y por más que lo hagan, siempre se rompe de por medio una distancia insalvable, donde solo coge la admiración, el oidio y el deseo. Poco importa luego si primero vino uno, el otro, o todos a una misma vez: la tragedia ya está allí. En el aire. En el respirar que convencido trata de comprender, de dar una respuesta, y luego otra, y luego otra, y antes esta, y primero, y después... La tragedia se hace carne. Sus manos mojan una imaginación ardiente en la figura intangible del ser. Moribundo de pasiones, silencioso, reflexivo, espejado en sí mismo, en su autoafirmación precisa y complaciente del mundo. Se tornan su cuerpo y su consciencia en un actor enfermado de si mismo y del querer. (...)
Ayer era Julio Verne conociendo a Peter Schlemihl
Somos una probabilidad errónea en una máquina inconcebible para nuestra imaginación. Tenemos que suceder una cantidad finita, no numerable, de veces (en el lenguaje al menos) Y esa es toda la realidad posible

Tarde roja

Tarde callada. Tarde. De contorno ondulado simétrico. Callada Tarde. Lenta, vaga sensación de dispersión y movimiento. Cono de luz en un destello: vibrante aguda, fina aguja que teje los perceptos: malva granate ambar carmesí y un azul oscuro rezagado: tarde en la tarde. Chispa fina de mañana dónde permanecen los álamos pardos parados, lilas, granates y amarillos. Blancos, altos álamos: ramos de fantasía. Tiempo que solo es espacio: cavidades desahuciadas, contorneadas con tinta negra, azul y verde y rojo opacante en su vibrar físico, ocupado: vacío. Saturado. Con cada parpadeo del reloj Milimetrado. En su lugar. Sin movimiento: eso es el tiempo y la tarde. Tarde callada. Callada. Tarde de contorno ondulado rojo, simétrico.
Extrafísico. Como todo lo que no se escribe, lo que no se dice, lo que no se comparte, lo que no puede verse en su reflexión. Las cosas que se extinguen como algún día nosotros lo haremos, sin dudas ni reclamos. Y así han de ser amadas, calladas, sentidas. Las que solo así, puedan ser, sin pasar por ser materia sonora. Lejos de la fisicidad doliente del estar. Sujetos. A lo razonable

Terminaste el cuadro y le pusiste un marco rojo

Tú 

sedimento

[...] Entender la textura de la cuerda con solo mirarla, comprender la textura del sonido, leer la textura del aire. Y luego tocarla, tocar la cuerda. Rescatar la nota. Invocarla, hasta que todo lo que la rodea la aglutine. A la nota, a la cuerda, al tono, a su entorno. Y se convierta en un unívoco multiplicado, que regrese flotando a todos los unos otros que manejan las partes, que a la vez son unívocas y múltiples de significación, aporías infinitas que no pueden sumarse ni dividirse y aun así se superponen y completan. [...] Diez-Madroñero